LOS PAQUIDERMOS ROJOS DE OTOÑO



Cuando volvió el prestamista, los tres clientes estaban decididos, los tres necesitaban el dinero más que cualquier otra cosa. Convencidos de esto firmaron los contratos donde les había indicado el Sr. Urdek que revisó que los papeles estuvieran firmados y empezó a sacar fajos de billete de una caja de cartón. Cada uno le dijo cuánto dinero necesitaba y en que período de tiempo pagaría el préstamo. Uno de ellos preguntó:
—Usted disculpe que pregunte —se adelantó diciendo respetuosamente el muchacho de patas de langosta— en caso de que se nos complique el pago, por cualquier caso de fuerza mayor, quería preguntarle, si hay algún tipo de sanción o recargo, porque supongo que sí, Sr. Urdek.
—Lean el contrato, allí está claramente explicitado —contestó el gigante, repartiendo billetes a sus tres clientes.
Cuando terminó el trámite, la muchacha se acercó al prestamista y le preguntó que pasaba en ese pueblo, porqué no había gente, o si era un pueblo fantasma. O qué. Que a ella le parecía un pueblo fantasma según lo que había visto en las películas que pasaban el sábado por la noche. Cuando terminó hizo un globo y lo estalló como para poner punto final a su reflexión. El gorila, algo enrojecido, no se sabía si por el calor, por la luz o porque su piel adquiría tonalidades según iban pasando los minutos, la miró a los ojos y gruñó su respuesta:
—En este pueblo viven los morosos, niña.
A los dos hombres les pareció ver un brillo extraño en los ojos del Sr. Urdek.
— ¡Mi cumpleaños va a estar increíble! —exclamó la muchacha revoleando las trenzas por centésima vez.
Los otros dos la miraron y desearon tener quince años de nuevo. 


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