Las últimas palabras del abducido Bruce Le Pen


Ilustración realizada por Gastón Rodríguez, mi hermano

         
          Todo había comenzado con un chasquido en medio del bosque.
         -Bruce, Bruce, ¿estás ahí?, ¿qué fue ese ruido? ¡Bruce!
         Era mi compañera Ana, que me buscaba por todos los rincones de la casa. La escuchaba desde muy lejos, desde el lugar dónde estaba, desde lo que fuera del lugar dónde estaba.
         -Bruce ¿dónde estás?- seguía chillando y clamando sin que yo pudiera hacer otra cosa que pestañear. Un pestañeo ralentizado, casi una montaña rusa en cámara lenta, una suave caricia por los sentidos apagados en una habitación preparada para mitigar cualquier reacción.
         Yo había escuchado el ruido mucho antes. Una especie de golpe mudo al costado de la casa, que hizo que soltara la revista que estaba leyendo en la vieja poltrona. Las notas del piano de Ana sobrevolaban el lugar mezclándose con el revuelo de una bandada de pájaros y el golpe proveniente del exterior. Los últimos rayos del atardecer se fijaron de inmediato en mi cara cuando empecé a caminar hacia dónde creí andaban los cazadores. Entonces dejé de escuchar las notas, el aleteo de las aves estivales, y una brisa fresca me invadió como si me hubiera tragado un trozo de primavera. Algo exquisito, de frescura renovadora.
         -¡Bruce!
         Una forma ingente y seductora me observaba con la curiosidad de un científico experto en anatomía humana. Un galeno ante una enfermedad ignota.
         -¿Dónde estás, vida?
Una milésima de segundo que valía por toda mi vida.
        -¡Bruce!
Por todas las vidas.
         -¡Qué donde te metiste!
         La voz de Ana era tan bella como las notas que había escuchado minutos antes, una sinfonía sin parangón en la Tierra, extenuante para los sentidos, aquellos que hacía mucho no usaba, ni recordaba, un indigente mirando por una ventana.
         -¡Qué diablos, Bruce!
         Ahora la ciudad era un hialino deseo con la sumatoria de todos sus deseos. Un lugar justo y lleno de amor, los ojos abiertos como una gran exposición fotográfica de seres y rituales de todos los tiempos.
         -¡Me cansaste, escuchaste, me hartaste!
         Estólidos pedestales de los dioses terrestres revestidos de piedra cerúlea y rodeados de estandartes de perfectos acabados, arcos con formas de serpientes y rocambolescos edificios de fachadas impenetrables, balaustradas de brillosos espejos que duplicaban la majestuosidad de los edificios que circundaban la explanada.
         -Bruce, Bruce, ¿qué haces aquí? Levántate, hombre.
         Las criaturas me miraban con curiosidad, y por un momento, salí del éxtasis para verlas a los ojos, los inmensos óvalos gelatinosos que se dirigían al lugar donde me hallaba me veían, me escuchaban, me adoraban... Una mano con cinco dedos se posó sobre mi brazo inerte.
         -Maldito seas Bruce, ya estás grande para éstos juegos, debo terminar mi pieza y no tengo tiempo para andar buscándote por el bosque, ¡levántate, hombre!
         La miré.
         Sus pupilas parecían salir de las órbitas que las contenían y atravesarme, mientras seguía propinándome adjetivos que, cómo saetas ardientes, me herían, dejándome indefenso.
         -Sólo salí a dar un paseo, Ana. Sólo un paseo.
         Y nunca jamás volví a pronunciar sonido alguno, esperando escuchar a cada instante un golpe al lado de la casa de campo, esperando que las palabras vuelvan a mí cualquier tarde de verano, cuando ellos quieran.

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