"El prólogo de los bosques rojos"



El prólogo de los bosques rojos

Habíamos enviado hacia el sur a los grandes mercados a la madre de todas las carabelas, cargada con nuevas pieles y metales, pero sobre todo metales. Habíamos elaborado una cerveza tan roja como el día más caluroso de marzo y tan negra como el gélido diciembre, hervida cada ciruela hasta conseguir la mermelada más exquisita de todas y las jaleas más apetitosas que se podían encontrar en esta tierra, y los vinos desprendían ese amargo dulzor, aroma propio de las vides púrpuras y sanguíneas que rodeaban las tolderías. Estábamos orgullosas de nuestra labor.
Yo misma conduje la limpieza de las chozas y las balsas para que todos los extraños bárbaros viajaran. Cuando nadie podía verme, enterré mi cara en paja fresca sólo por el olor del oro y la plata escondidos. El escaldado de la yuca, como el vaho de la tierra escarchada, con sus formas, es el olor que prefiero, que me recuerda a mi niñez, que se trepa por mis trenzas y mis hombros demasiado esbeltos. Todavía me siento medio niña, sentada con las piernas sueltas en el suelo, jugando con piedritas, hasta que la noche feliz se reduce a la nada.
Palpando los frutos en flor bajo la sombra de las exóticas hojas verdolagas de los bananeros escuché la rebelión de Gaitana a lo lejos, mímesis nefasta con los rayos nacientes del día. Recuerdo haber mirado las sartas de pepas de monte que rodeaban mi cuello, pulidas y brillantes y cuando comenzaron a crecer hierbas, árboles y plantas y comenzó a correr el agua, formando ríos y lagos. Y el cálido sol que puso vida en los muñecos de barro que habíamos hecho el día anterior.
Algunos se convirtieron en pájaros y volaron, y anidaron en las ramas de los árboles que habitaban el bosque teñido de sangre.
Otros se convirtieron en peces que nadaron alegremente por los ríos y lagos de aguas poco profundas; otros en ojos de jaguares que observaban la calamidad desde la espesura. Habló entonces la calavera que estaba entre las ramas del árbol.
¿Por ventura de los Eternos deseas los frutos que cuelgan de mí? —me dijo.
—Sí los deseo fervientemente, es lo que más deseo, lo único —contesté emocionada.
—Muy bien —dijo la calavera. Extiende hacia dónde estoy tu mano derecha y no te muevas. Ahora mi cabeza ya no tiene nada encima, no es más que una calavera despojada de la carne. Así es la cabeza de los grandes príncipes, la carne es lo único que les da una hermosa apariencia porque la apariencia lo es todo.
—Bien, aquí tienes —repliqué, alzando mi mano derecha en dirección a la cabeza.
—Es hora de volver —contestó la calavera escupiendo sobre la palma de mi mano.
Sentí la traición corriendo por mi médula, y una corriente fría agazaparse en mi nuca descubierta. Las palabras pronunciadas convirtieron en llagas mi piel barnizada por la resina con la que una y otra vez untaba mi cuerpo para espantar los aguijonazos.
Transportada por el viento, dominada otra vez por los surcos de la tierra, atravesada por los rayos del sol alzado. Los leves pliegues, como de un paño arrugado, permitían ver el horizonte y el cielo. Suspendidos, oscilantes, cambiantes, mis pasos se detienen. Flor tras flor, los sutiles ramilletes lucen como una fila desordenada de revelaciones, una expansión de las cordilleras que miran desde lo alto. Pronto llegará el invierno. Lo sé por los nidos que crecen, como un estallido, sobre las ramas secas de los árboles. Lo sé porque yo soy el invierno.
Ahora las manos caben en el infinito, buscando las hojas plenas y el verde en su solitud, el carmín de morrones y tomates. Sube la brisa y mi cabello mustio y reseco por los rayos del sol vuela esperanzado, flamea en medio de la nada, adquiere la forma del viento. Sí. Vuelan los cóndores y me rodean las plumillas, las colas de zorro que ornamentan el valle, los distinguidos penachos de las colinas. El olor de la tierra mojada, las sombras de los árboles proyectándose en el pasto, el humo que se alza desde la incipiente fogata, la fragancia del cuero recién curtido. Ahora mi mano se abre derramando semillas que espantan a los pájaros, ahora tengo manojos en esas manos.
Las coronas de estambres mullidos y brotes en flor de blancura nimbar me aprisionan el cuello como dos garras potentes, los tobillos decorados con lianas de mimbres tejidas primorosamente, cubiertas de detallados símbolos mágicos me marcan la piel, hiriéndola allí donde se agolpa la sangre. Tardé en reconocer el rostro que tenía enfrente cuando me habló desde una lejana sintonía.
Bienvenida, Julia.
No estaba ya en la llanura de pastos suaves y amarillentos cuyos crujidos al ser pisoteados eran una maldición de todos los dioses, tampoco era la choza donde se agolpaban los frascos de jalea ni donde se olía el profundo y áspero aroma a especias, ni la textura cetrina de los troncos añejados por los tiempos con senderos de resina primorosa surcando la madera como mapas de tierras desconocidas.
En la pieza fría estaba yo, el rostro del hombre conocido y un artilugio de acero y cables renegridos que al parecer constituían una extensión de mi humanidad; mi propio cuerpo era una mezcla de cables diminutos, y parches metálicos adheridos a mis inmóviles extremidades.
Estás aquí, en el presente —me dijo la voz. Soy Oliver.
Miré lo que se presentaba en forma de ladrillos color terracota, que continuaba en un piso de asfalto gris y en el último tramo se convertía en piel y hueso, ramificándose en cinco dedos largos y uniformes de la gigante mano que se posaba en mi brazo.
¿Cómo te fue? —preguntó el rostro.
Xechwi, soy Xechwi, era Julia, fui Julia, quería gritarle pero las palabras se habían atragantado en la garganta como si las pepitas de los frutos no hubieran sido expulsadas y las tuviera allí, sin poder hacer nada.
Julia, háblame —seguía diciendo él.
Observé los cables que me rodeaban, los pies y las uñas pintadas de color sangre. Pensé en los bosques de ramas rojas, las hojas de tonalidades coloradas, palpé mis labios resecos con la lengua. Recordé los establos, las carabelas, los sedientos conquistadores, el oro y la plata, aspiré el olor de los metales nuevamente como si estuviera allí junto a mí en el presente. Vi a Gaitana sacudirse la larga melena y escuché su voz afónica por la atroz acción de sus compañeros, observé como lloraba y se levantaba, escupía sangre y clavaba su lanza con punta de obsidiana en el fornido estómago del enemigo.
Julia, puedes volver —decía la voz.
No quería volver. Miré por las ventanas los virginales ojos de la ciudad contemplándome con una mirada de eterno asombro a través de los cristales sin bordes. Era la primera vez que veía aquella vulnerable y frágil belleza, como la de mil estatuas de cristal avasallándome. Las nubes ahora cubrían la bahía y los cúmulos sobrevolaban el cielo junto con las gaviotas del mar cercano y los urubúes que extrañamente se confundían con los mástiles del puerto próximo.
Miré la piel inquebrantable de Oliver y un par de pelos asomando por su nariz, que resaltaban en momentánea prominencia.
¿Qué salió mal? —pregunté con una voz proveniente de algún lugar con olor a ascuas humeantes.
Todo salió según lo previsto, has estado en Timaná, donde se le han sacado los ojos al invasor y tu amiga, ha paseado de forma orgullosa su cabeza por todo el pueblo como símbolo de victoria. Todo ha ido de maravillas —dijo el hombre, mirando las consolas cuyas luces brillaban intermitentemente como extintas luciérnagas.
Me incorporé por primera vez y lo miré a los ojos.
Te dije que no quería volver —manifesté con voz clara.
Sería peligroso prolongar el experimento a través del tiempo, debo hacer algunas modificaciones si quiero que esto funcione de verdad. Los laboratorios no aceptarían un viaje que dure más de lo que ellos han propuesto —contestó mirando la pantalla de entrada del laboratorio. Ya vienen.
Regrésame, no quiero volver a este mundo sin pasión en el que no hay nada por lo que luchar, que no hay nada por lo que morir. Mi cuerpo es una caja sin resonancia donde no hay música ni belleza, no hay colores, Oliver. Eso fue lo que convinimos. No me regresarías —dije mientras una incipiente lágrima había comenzado a resbalar por mi mejilla.
No puedo hacerlo. Ya llegan. Debes dar tu testimonio —contestó él.
Solíamos cargar pequeños leños y cáscaras, piñas y palitos para hacer la hoguera de la noche a la hora de la puesta de sol en el Gran Valle.
Los integrantes del Comité de Aprobación me rodearon y comenzaron a hablar entre ellos en voz baja, mientras Oliver realizaba una breve presentación de su proyecto.
Cerré los ojos con alivio. No necesitaba escuchar otra vez las suposiciones espaciales, temporales, de la máquina formulada por Oliver. La permanencia del recuerdo era suficiente para volver cuando quisiera, pues una vez vendida la idea a aquellos visitantes pasaría lo que siempre. Intentarían que la mayor cantidad de personas con el suficiente oro pudiera viajar y entonces, los recuerdos no serían solo míos. No permitiría que triunfara Oliver y la Corporación. Me preparé para abrir los ojos que habían visto lo indecible de la valentía y lo sublime de la belleza en un solo movimiento de nuca, por primera vez. Ese mundo que estaba dentro de aquel y que aun resistía los embates, tan lejanos e imperecederos, allí donde el honor estallaba en pedazos y lo cubría todo, donde los estragos eran pequeñas partículas de cúmulos nimbos desparramados al azar. Ese mundo.
Julia, contesta —escuché que me decían.
No recuerdo nada —dije cerrando los ojos otra vez.
Las palabras de los miembros del Comité así como la voz de Oliver se diluyeron en un lago de aguas límpidas y yo me sumergí en el mundo que hacía instantes me había sido arrebatado.
Habíamos creado los instrumentos con caparazones de armadillos y su sonido se mezclaba con el crepitar de las llamas y los cánticos pronunciados por el merepik. El óvalo rojo del sol colgaba mientras que, desde las plateadas cimas de las cordilleras, volaban las águilas en busca de presas. Habíamos cocinado tortas de maíz que se deshacían en nuestras bocas y el humo de las apetitosas codornices que se asaban inundaba la rueda de rezos de agradecimiento.
Los bosques que circundaban el Valle asistían mudos a la fiesta, moviendo sus ramas sanguinolentas cuando se levantaba la brisa que traía la noche.


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